La juzgamos insoportable, y para ellos es vital. ¿Es que ya se nos ha olvidado que nosotros tampoco podíamos vivir sin ella? A partir de los 12-13 años hacen de su vida una coreografía con su música favorita: la necesitan para levantarse de la cama por las mañanas, y estudian al son de ritmos desquiciantes. Les ayuda, de forma inconsciente, a socializarse: sincronizándose con su con su tiempo, con su generación. Gracias a la música se agrupan con sus iguales y, mediante rasgos como el mismo gusto a la hora de elegir ropa, peinarse, consumir determinadas marcas o entretenerse se autoafirman, diferenciándose de otros chicos de su edad y llamando la atención de los adultos.
Parte de su identidad
En algunos casos, puede hablarse de identificación con la letra de las canciones; aunque, como la mayor parte de la música que escuchan se crea en el mundo anglosajón, los nuevos ritmos y sus modas correspondientes les vienen dados, no dejándoles ni siquiera ser originales. Entiendan o no las canciones, su dependencia de la música es un hecho: gran parte de sus conversaciones gira en torno a ella.
El caso es que esa dependencia que afecta al resto de la familia, pues se extiende, por ejemplo, a los viajes en el coche: adoran la sensación de ir en un vehículo que se estremece con la percusión de su grupo favorito, mientras los padres, desesperados, soñamos con tapones para los oídos y asientos eyectables, como los de los aviones de combate, o llegamos a desear que se olvide el iPod en alguna parada para descansar y tomar algo fresco, para poner fin a esa esclavitud.
Prefieren que atrone
Los auriculares les permiten aislarse; pero no es lo mismo. Es preciso marcar las distancias con «sus viejos», y anunciarlo a todo volumen. Prefieren la música que sale de su habitación como una explosión, se extiende por el pasillo en oleadas y hace retumbar toda el piso. Su justificación es simple: suena mejor así. Y no se conforman con hacerlo en casa: han descubierto que la música portátil, de la que no se separan ni en la piscina, es una forma ingeniosa de aterrorizar a todos los adultos en general.
Escuchar lo nos parece una estruendosa e ininteligible sucesión de ruidos hace que recapacitemos sobre el abismo generacional. Y ello a pesar de que nosotros ya vivimos el fenómeno de la rebeldía de la música juvenil, y se supone que estamos más sensibilizados para soportar ritmos que nos desagraden, igual que nosotros tuvimos canciones que odiaban nuestros mayores.
No se puede hacer nada para que los hijos de los demás no contaminen acústicamente, pero sí ejercer un cierto control sobre la conducta musical de los nuestros. Una conversación sobre los diferentes gustos de cada uno, y el respeto que debe existir por las preferencias de los demás puede ser suficiente. Está claro que su música es muy importante para ellos, pero tenemos que hacerles comprender que a nosotros nos cuesta más apreciarla, probablemente igual que les ocurra con nuestros Oásis, U2 o Los Rodríguez… Por eso, es preciso llegar a un acuerdo sobre los lugares y el volumen para escuchar música en casa.
Una buena solución es considerar la preferencia de cada uno como si fuese “música de culto”, que como tal sólo puede ser escuchada en privado. Al fin y al cabo, tanto en este como en otros aspectos (como el orden de sus cosas) su habitación es eso, suya. En los lugares comunes, como el coche o el salón, y cuando se reúnen varios miembros de la familia, se escucha algo neutral o que al menos no disguste a nadie.
Siempre hay solución
Podemos dejar que sean ellos quienes propongan un plan para que escuchar su música resulte aceptable para todos. Pero si son incapaces de cumplirlo, deberán aceptar nuestras normas, que incluirán dejar de escucharla durante una temporada si, por ejemplo, interfiere en sus notas. En el fondo, es su única obligación: mientras saque adelante los estudios es justo ir concediéndole mayor autonomía.
Además, la música actúa de reloj generacional. A medida que el niño se hace adolescente se identifica con el ritmo que surge. Esto pone en marcha su reloj personal. Empieza a crecer y sus gustos evolucionan al ritmo, nunca mejor dicho, de los estilos musicales. Una evolución que dura hasta que forma su propia familia, su propio hogar. Entonces, el reloj se detiene, pues la música es un ritual de cortejo y este ya ha tenido lugar. A partir de ahí deja de seguir dicha evolución para quedar fijado a la música de su juventud.