Si eres madre o padre, y alguna/o amiga/o te comenta que está siguiendo el mejor método para que su hija/o tenga éxito en la vida, y que la clave es matricularles en cierto colegio privado, e incluso apretar en determinadas asignaturas, debes hacerle ver que en Stanford lo tienen claro: lo fundamental es que recoja la mesa, baje a ciertos recados y disfrute jugando a su aire, por pura diversión. Vamos, lo que ya ponían en práctica nuestros padres, y probablemente los suyos. Y si saca malas notas, lo que tal vez esté necesitando es un poco más de cariño.
¿Tienen rasgos en común las madres y los padres que buscan la mejor educación a sus hijas/os? ¿Cuál o cuáles son la/s clave/s para que nuestros vástagos arrostren las grandes dificultades de la vida y se conviertan en adultos satisfechos? Aunque tal vez habría que empezar por definir esto último. ¿Qué es un adulto orgulloso de su vida? ¿El que es respetado y/o admirado? ¿El que tiene un buen trabajo? ¿El que es feliz?
Parece que no van por ahí «los tiros». Al menos, así se desprende de las declaraciones de Julie Lythcott-Haims, jefa en funciones de los alumnos de primer curso de la Universidad de Stanford. Un centro del saber que es el sueño dorado de educadores y alumnos de todo el mundo, en el que han enseñado 27 Premios Nobel, y donde, sin salir de su campus, podemos visitar un acelerador de partículas, un parque empresarial y un centro médico-hospitalario. No en vano, los creadores de marcas como Hewlett-Packard, Yahoo! o Google la reconocen como alma mater.
Lo mejor para los hijos
Pues bien, según explican en ElConfidencial, en la charla TED que impartió el año pasado, reseñada recientemente por The Independent, Lythcott-Haims se centró en el estilo actual de la mayoría de los padres que crían vástagos en Occidente. Según esta educadora, la moda predominante es intervenir demasiado en su vida y obsesionarse por los parámetros tradicionales de éxito, problemas que están empezando a arruinar la siguiente generación.
«Pasamos mucho tiempo muy preocupados por los padres que no se implican lo suficiente en las vidas de sus hijos, en su educación y crianza, y hacemos bien», asegura Lythcott-Haims. «Pero, desde el otro extremo, también estamos haciendo mucho daño. Sentimos que un chico no puede triunfar a menos que tenga un padre o madre protegiéndolo y previniéndolo a cada momento, haciendo sombra sobre todo lo que le pasa, gestionando cada detalle y dirigiéndolo a un pequeño conjunto de universidades y carreras. Cuando criamos a los chicos así… y digo ‘criamos’ porque Dios sabe que yo también he caído en esta tendencia con mis dos hijos adolescentes, acaban teniendo una infancia que es como una lista de tareas».
«Les damos comida, bebida, seguridad… y nos hacemos cargo de que estén en el mejor colegio. Y no solo el mejor colegio, la mejor promoción. Y no solo la mejor promoción, sino la mejor clase de la mejor promoción del mejor colegio».
Emplear el tiempo libre
Y no es solo allí, según ElConfidencial. Para este portal, en España la situación ha cambiado mucho en las últimas décadas. Esos pequeños que pasaban tiempo en casa, o en la calle, disfrutando a su manera, que cambiaban solos los canales de la televisión y pasaban horas sin hablar con un adulto, ahora parecerían abandonados a su suerte.
Algunos incluso llamarían a esos ratos ‘perder el tiempo’, como si no fuera una ventaja vivir el tiempo así, como algo que no se puede ganar ni perder, como algo más que una lista de tareas.
Los pequeños de hoy desde los cuatro o cinco años tienen actividades extraescolares, se los estimula para que aprendan durante todo el día —jugar y entretenerse no se considera educativo en sí mismo— y sus padres se reúnen con los profesores constantemente para decidir lo que se está haciendo mal y decidir nuevas normas y rutinas «para hacerlos más independientes». Algo así como si los metiéramos en una cárcel para hacerlos más libres. Cada libro que leen y cada juego al que acceden está filtrado y monitorizado, y se mira con dureza a todo el que quita importancia al juego o prefiere quedarse en un discreto segundo plano.
El mensaje que les transmitimos
«Todo tiene que ser enriquecedor, se acabó el jugar por las tardes», explica. «Decimos que lo más importante es que sean felices, pero en cuanto llegan a casa lo primero que les preguntamos es si tienen deberes, y qué tal las notas». Los niños sienten que el amor y la aprobación vienen de las puntuaciones que obtienen en el colegio. Se sienten, dice, como perros en una competición, tratando de correr más rápido, de saltar más alto cada día. ¿De verdad vale la pena? Se pregunta, y confiesa que los padres esperan poder fardar de los buenos colegios de sus hijos gracias a las pegatinas para el coche.
Lo que en el fondo les estamos diciendo es: «¡Chaval, no creo que puedas conseguir todo esto sin mi ayuda!». Ese es el mensaje de toda esa protección y todo ese trabajo, y es más importante que la famosa autoestima que tanto buscamos para ellos. Les quitamos el ensayo-error, los sueños propios, las posibilidades de vivir su propia experiencia.
Y para ella, el mismo estudio tiene otro hallazgo aún más importante: «La felicidad en la vida viene del amor. No del amor por el trabajo, del amor por las personas: el cónyuge, los compañeros, los amigos, la familia… Lo que la infancia necesita es que enseñemos a nuestros niños a amar».
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