Un niño sano, de 3 ó 4 años, está jugando casi siempre: al comer, cuando le bañan o le visten. A través de esta actividad, aprende a conocer su cuerpo, el mundo, la realidad, y además canaliza todas sus emociones. Hasta este momento era una actividad, sobre todo, experimental y repetitiva (arrastrar, sacudir, arrojar objetos…) que tenía como objetivo principal explorar las propiedades del mundo físico. Pero a partir de los 3-4 años entra en escena una facultad primordial y muy importante: ni más ni menos que la fantasía, la capacidad de imaginar.
María está desayunando. Los copos de maíz sobre la leche le parecen barquitos y ella sopla «para ver quién gana». Después, la cuchara se convierte en un avión que planea, haciendo eses, camino de su boca. Cuando se lava los dientes con ayuda de mamá, su imagen en el espejo del baño, con el morrito pringado de pasta blanca, le hace exclamar: «¡Un payaso, un payaso!». Un poco más tarde, María se ha convertido en su seño y reparte, muy profesional, papel y ceras a la muñeca y al osito para que pinten una casita y un árbol. «Te he dicho que el árbol es veeeerde», le dice condescendiente al ignorante osito. María juega y juega prácticamente todas las horas del día. Sus padres observan con simpatía esta incesante actividad, a la que no conceden mayor importancia. Les parece propio de la edad: tres años y medio; un trajín placentero, pero no muy transcendente.
Las fantasías son fundamentales
Las fantasías de María son, desde luego, muy propias de su edad, pero, además, son fundamentales para el desarrollo de su inteligencia y también de su afectividad. El juego, que es la actividad más importante del niño, toma ahora un aspecto característico y muy interesante. Hasta este momento era una actividad, sobre todo, experimental y repetitiva (arrastrar, sacudir, arrojar objetos…) que tenía como objetivo principal explorar las propiedades del mundo físico. Pero en este momento entra en escena una facultad primordial y muy importante: ni más ni menos que la fantasía, la capacidad de imaginar.
Entre los 3 y los 4 años los niños se entregan de lleno a los llamados «juegos de representación»: es la etapa del llamado «juego simbólico». Se llama así porque el niño, en sus juegos, se imagina actividades y objetos que en la realidad no están a la vista. Cuando tres sillas se convierten en un autobús y él mismo es el conductor, está construyendo, a base de imaginación y con elementos mínimos, todo un mundo que en verdad no está allí. Hay que tener en cuenta que la actividad mental humana, el pensamiento, consiste en operar en nuestra mente con datos y situaciones que no están presentes. Pensar es imaginar. Pues bien, mediante el juego simbólico nuestros hijos empiezan a manejar realidades que no se encuentran presentes. Están aprendiendo a imaginar y, por lo tanto, a pensar.
Pero no se trata sólo de eso. El juego simbólico permite que nuestros hijos expresen y aprendan a manejar sus sentimientos: agresividad, angustia, miedo, amor. Permite reproducir la realidad y transformarla según sus deseos y necesidades, liberando con ello tensiones y angustias, y dando desahogo a las situaciones que le han resultado al niño frustrantes y dolorosas. Precisamente por ello, el juego es el instrumento principal que se utiliza en la psicoterapia con niños que padecen trastornos emocionales. Por las mismas razones, un crío que no juega lo suficiente es un niño que no madura adecuadamente.
De ahí que los juguetes no necesiten ser costosos ni sofisticados. Los objetos relativamente poco estructurados permiten al niño poner más imaginación (a todos nos suena el caso del crío que desecha el carísimo cochecito y se dedica a jugar con la caja). Por lo menos una parte de los juguetes han de tener varios usos posibles, poder representar diversas cosas según el capricho del pequeño: plastilina, bloques de construcción, materiales para dibujar y colorear, títeres…
También conviene proporcionarle juguetes de uso más definido: disfraces, muñecas, cochecitos, vajillas de plástico, libros de imágenes, caballitos, etcétera.
Es conveniente, asimismo, que el niño cuente con una habitación donde pueda permanecer con sus juguetes, disfrutando a sus anchas. Si no se dispone de ese cuarto, podemos adjudicarle un rincón de la casa que sea exclusivamente suyo.
Los padres también queremos participar
Es bueno que los niños jueguen a su aire, pero, en algunas ocasiones, también es recomendable que los padres intervengamos. Nuestra colaboración, no obstante, debe ser tal que no quite al pequeño su espontaneidad. A veces, podemos proponerle juegos y darle ideas. Pero, si vemos que depende en exceso de nosotros para jugar, debemos facilitarle el contacto con niños de su edad, acudiendo a parques públicos o invitando a sus primos o compañeros de la escuela infantil a que vengan a jugar a casa.
Todos los padres oiremos en algún momento frases como «osito, te voy a poner una inyección» o –a la muñeca–«tómate el jarabe y no protestes». Cuando juegan a médicos y enfermos, reviven situaciones más o menos desagradables respecto a este tema y espantan sus temores. Por otro lado, vender, comprar, empaquetar para regalo… es un juego clásico de los niños de estas edades. A través de él, comparten, intercambian, se relacionan con otros pequeños, representan varios papeles (tendero, señora o señor que compra…). Un auténtico entrenamiento social. A papás y mamás es el juego por excelencia y al que los padres debemos prestar mucha atención. Los papeles que adoptan y las cosas que dicen nuestros hijos nos hablan de ellos, sus conflictos, deseos, inquietudes y emociones. Pero también reflejan nuestra forma de tratarles, nuestras manías, nuestros gestos y tono de voz.Y si no lo creemos, escuchemos la charla que tienen con la muñeca… En cuanto al tren, al principio los niños juegan sobre todo en solitario, aunque estén el uno junto al otro, pero a los cuatro años empiezan ya a aparecer los juegos en pequeños grupos, de dos o tres críos. También pueden inventarse amigos de juego imaginarios o, incluso, representar un niño, él solo, todos los papeles de un juego (el conductor, el revisor, el pasajero, etcétera). Jugar a los medios de locomoción les fascina especialmente.
A esta edad, el niño rebosa imaginación y disfruta creando personajes y situaciones. El papel de los padres no es utilizar la lógica adulta y aguarles la fiesta. Gracias a esta etapa fundamental de su desarrollo, el pequeño será una persona imaginativa y equilibrada, y un pensador eficaz que sabrá enfrentarse con recursos al mundo que le rodea. Un crío que juega será un adulto que piensa y siente.